HIROSHIMA, JAPÓN – Rebun Kayo, un investigador de 47 años, realiza desde hace más de una década excavaciones solitarias en la isla de Ninoshima, donde busca restos humanos de las víctimas de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima en 1945. Bajo un sol abrasador, su labor se ha convertido en un acto de memoria viva.
La isla de Ninoshima, ubicada a cuatro kilómetros del epicentro de la explosión, fue utilizada como hospital de campaña tras el ataque. Miles de cuerpos fueron enterrados apresuradamente en fosas comunes, muchas de las cuales nunca fueron localizadas.
En una reciente jornada, Kayo recuperó dos fragmentos óseos del tamaño de una uña del pulgar. Hasta ahora ha recolectado alrededor de 100. “Lo que más me impactó fue encontrar la mandíbula y el diente de un niño. Me destrozó”, confesó con la voz quebrada.
La motivación de Kayo también es personal: nació en Okinawa, donde perdió a tres familiares en la guerra. Como no puede participar en las excavaciones allí por razones médicas, dedica su vida a Ninoshima. “Mientras sigan apareciendo restos, la guerra sigue viva”, reflexiona.
Su trabajo también denuncia la narrativa oficial de “superación”. Para él, mientras no se consagre adecuadamente a cada víctima, no hay cierre posible. Planea llevar todos los restos encontrados a un templo budista para su consagración.
Ninoshima hoy es una pequeña isla de apenas 4 km², pero guarda cicatrices profundas de la historia. El trabajo de Kayo, aunque silencioso, es un poderoso recordatorio de que la guerra no termina cuando cesan las bombas.