Por Eduardo Borunda
Hace un mes iniciaron las campañas por la presidencia de la república. No hay un tema de interés que sea parte de la discusión pública. La descalificación, el uso de simbolismos religiosos, culturales, políticos no han hecho que la población se acerque a las campañas, hay recelo, pero poco a poco se han ido definiendo las posiciones políticas en dos grandes vertientes.
La primera es la oposición, que no logra tener un coordinador nacional, sino muchos generales. Es una oposición al presidente y a un partido político que se ha convertido en una nueva manifestación del “nuevo sistema político mexicano”. La oposición tiene dos candidatos, cuatro partidos y a un gran sector de la sociedad de la clase media – alta como sus principales actores.
En la vertiente contraria, existe una delgada línea política que apenas logra visualizarse como una separación entre el Estado con el partido en el poder. Extiende sus tentáculos en los poderes legislativos y órganos autónomos que logra someter. El poder ejecutivo es identificado como el coordinador de la campaña oficial. Sin llegar a ser, tiende a ser un partido hegemónico, transita desde un modelo de partido dominante con un líder moral que cree estar por encima de la ley (tintes de autoritarismo – totalitarismo).
Las campañas han transitado entonces en una guerra de descalificaciones y contrapropuestas. Si uno dice blanco, el otro dice negro. Si un candidato propone 10 pesos de apoyo a los jóvenes, la contraparte propone 20. Los errores de cada candidato son potencializados, no hay propuestas concretas y específicas que convenzan a un electorado indeciso que definirán a los candidatos ganadores.
En menos de diez días tendremos la primera emisión de los debates presidenciales, no se espera una gran cosa. Ganará el que tenga un mejor manejo de cámaras, el o la que tenga un mejor guion ante una audiencia pequeña y donde el ganador se definirá en el postdebate, con opinadores y analistas políticos.
La importancia del análisis político se impondrá sobre los opinadores. El analista político define categorías y señala indicadores, el opinador, sólo opina con sus sentimientos de rabia interna cuando sus argumentos carecen de validez. Así, las argumentaciones de quien gana o pierde un debate no es en función de quien lo gane, sino de la capacidad de comunicar esas argumentaciones al final del debate, cubriendo la mayor parte de los espacios radiofónicos, televisivos y de redes sociales que han de opinar y analizar el debate por los millones de mexicanos que no lo veremos o verán.
Otro elemento de estas campañas es que han sido las elecciones más medidas, con encuestas diarias, semanales, quincenales, mensuales, rutinarias y que, por la diversidad de las metodologías aplicadas, van dejando estelas de dudas sobre la veracidad de las mismas. Son tantas, que tal parece que se hicieron para ponerse de acuerdo, confundir al electorado y tratar de influenciar al mismo.
En el año 2000, hubo dos encuestas que pronosticaron diferentes escenarios ante las diversas encuestas que se vendían al mejor postor. Una de ellas se tuvo que publicar en los Estados Unidos, daba una victoria al candidato presidencial de la oposición, nadie creía en el resultado de la misma, hoy, la casa encuestadora de María de las Heras, es una de las agencias con más credibilidad en los estudios de mercado electoral.
La otra encuesta se hizo en Ciudad Juárez, nadie le prestó atención, la diferencia entre el primero y segundo lugar era de entre 12 y 15 puntos porcentuales, el PRI perdería estrepitosamente las elecciones de presidente de la república, senadores y diputados federales. La encuesta la hizo la Universidad Autónoma de Chihuahua y desde 1995 no ha fallado en los pronósticos del o los candidatos a diferentes cargos de elección popular.
En conclusión, hay que saber leer las encuestas y analizarlas, no sólo opinar sobre las mismas.