Gilberto Hiram Acosta Gutiérrez creció en el sur de Ciudad Juárez, entre el esfuerzo de sus padres y los desafíos de una infancia marcada por la enfermedad de su papá. A los 18 años, su vida cambió al donarle un riñón para salvarlo. Hoy, como médico cirujano galardonado, Gilberto nos comparte el camino que lo llevó a encontrar en la Medicina su propósito de vida.
Hay historias que comienzan con una pasión clara desde la niñez y otras que surgen de las circunstancias más profundas y personales. La vida de Gilberto Hiram Acosta Gutiérrez, médico cirujano egresado de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), pertenece a este último grupo.
Nacido en el seno de una familia que siempre estuvo vinculada al cuidado de la salud, Gilberto creció en un hogar lleno de disciplina, resiliencia y amor, marcado por las largas jornadas de trabajo de sus padres: su madre en el área administrativa de hospitales y su padre como nutriólogo. Sin embargo, su infancia transcurrió más puertas adentro que afuera, observando el mundo a través de una ventana, pero con una curiosidad que siempre lo mantuvo despierto.
El destino lo llevó a interesarse en la medicina de una forma inesperada y profundamente emocional. Fue a los 18 años, tras vivir de cerca los problemas de salud de su padre, cuando descubrió su verdadera vocación. Su experiencia como hijo único, acompañando a su papá durante años de lucha contra una enfermedad renal, despertó en él no solo el deseo de ayudar, sino también una determinación por entender y transformar el sufrimiento en esperanza al donarle con el tiempo un riñón, tras exhaustivas pruebas.
Hoy, Gilberto Hiram Acosta Gutiérrez no solo es un destacado egresado de médico cirujano con un internado en el prestigioso Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán y una pasantía en investigación en el Instituto Nacional de Cardiología Ignacio Chávez, sino que también es un egresado galardonado. Su dedicación recientemente le valió el Premio a la Excelencia Académica AMFEM, un reconocimiento que se otorga en conjunto con el Laboratorio Pfizer, que premia a los mejores promedios de las universidades afiliadas en todo el país.
En esta entrevista, Gilberto nos abre una ventana a su mundo: desde la infancia que moldeó su carácter hasta los retos personales y profesionales que lo han llevado a convertirse en un ejemplo de perseverancia y empatía.
“Dicen que el cuerpo humano es una máquina perfecta y la medicina trata de entender esa perfección. No solo se trata de enfermedades, sino de personas, de entenderlas en su contexto social y emocional para poder ayudarlas mejor”, explica mientras recuerda cómo los médicos de su familia despertaron en él esa fascinación. Desde joven supo que quería dedicarse a algo que impactara vidas. Sin embargo, el camino no fue sencillo.
Como muchos estudiantes, su ingreso a la carrera de Médico Cirujano en la UACJ no fue inmediato. “No quedé en el primer intento y eso me hizo replantearme muchas cosas. En el segundo, me enfoqué más y logré entrar. En Medicina, a veces se juzga cuánto tardaste en entrar o cuántos intentos hiciste, pero aprendí que esos juicios no definen quién eres ni tu capacidad para ser un buen médico”, dice con orgullo.
Apoyado por sus padres, enfrentó los retos que implican estudiar una carrera demandante. “Vivía lejos de la universidad, pero tenía un automóvil para moverme entre clases y hospitales. Esa ventaja me permitió llegar a tiempo y concentrarme en mis estudios”, comenta, reconociendo que no todos sus compañeros tuvieron esa misma suerte.
Para este joven médico, la excelencia académica no era una cuestión de ego, sino de abrir puertas. Su disciplina lo llevó a postularse para el prestigioso Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán en la Ciudad de México, uno de los mejores hospitales de Latinoamérica. “Competí contra cientos de aspirantes por una de las pocas plazas para el internado. Fue un proceso difícil, pero estaba preparado. Recibir la carta de aceptación un mes antes de comenzar fue un momento que cambió mi vida”.
Ese cambio no solo fue profesional, sino personal. Mudarse a una ciudad que no conocía, sin familia ni recursos suficientes, lo obligó a adaptarse rápido.